Cuando un marqués atravesó
los Andes. José de la Riva-Agüero (1912)
When a marquis crossed the Andes. José de la Riva Agüero (1912)
Recibido: abril 17 de 2018 | Revisado: mayo 12 de 2018 | Aceptado: junio 12 de 2018
vícTor samueL rivera1
1 Pontificia Universidad Católica del Perú
Correo: victorsamrivera@gmail.com
DOI: http://dx.doi.org/10.24039/cv201861251
re sum e n
La presente contribución es un acercamiento bio-
gráfico a José de la Riva-Agüero (1885-1944), uno
de los pensadores sociales peruanos más represen-
tativos del siglo XX. El texto enfoca su complejo
pensamiento intelectual a partir del relato de un
viaje al Alto Perú realizado en junio de 1912 que
ha sido muy famoso en la historia social peruana.
La historia de este viaje es también una reflexión
sobre el origen y el sentido histórico de largo plazo
de la obra más difundida de este pensador en la
actualidad: Paisajes Peruanos. Riva-Agüero, que
rubricaría después como marqués de Montealegre
de Aulestia, es presentado gracias al episodio de
1912 en función de las diversas redes académicas
y sociales que fecundaron su pensamiento tanto
his-tórico como político.
Palabras clave: marqués de Montealegre de
Au-lestia, maurrasianismo, nacionalismo,
Paisajes Pe-ruanos, pensadores peruanos
ab st r aCt
The presente contributions intends a biographical
approach to José de la Riva-Agüero y Osma, one of
the most representative Peruvian thinkers along the
entire XXth century. The text narrative is fo-cused on
his complex intelectual thought; it takes as a point of
reference a long trip across the Andes mdae by Riva-
Agüero in 1912 wich has been large-ly quite famous
in the Social Peruvian History. The narrative of this
trip is also a reflexión on the orig-ine and the long
term historical sense of the most spread and known of
his written Works: Paisajes peruanos. Riva-Agüero,
who would sign after-wards as the marquis of
Montealegre de Aulestia, is presented here, because
of this episode of 1912, as a public social
representative man. In this narra-tive, Montealegre
appears surrounded by the high aristocratic an
academic nets which determined so much his
political and historical thought.
Key words: marquis of Montealegre de
Aulestia, maurrasianism, nationalism, Paisajes
Peruanos, Peruvian thinkers
| cáTedra viLLarreaL | Lima, perú | v. 6 | n. 1 | pp. 17 - 36 | enero -Junio | 2018 | issn 2310-4767 17
vícTor samueL rivera
Introducción
El presente texto es una biografía. Es cir-
cunstancial; describe un viaje célebre de 1912:
José de la Riva-Agüero (1885-1944), el inte-
lectual más destacado en vida en su genera-ción,
resuelve conocer en persona la sierra y el Alto
Perú, lugares que había estudiado en-
jundiosamente para postular una concepción
social centrada en la idea de la nación perua-na.
Su fruto postrero serían los Paisajes Perua-nos
(1955), una obra literaria constituida por
anotaciones de este viaje cuyos herederos usa-
rían, más bien trágicamente, para sepultar en el
olvido los ideales y el significado auténtico de
sus estudios sociales e históricos. Siendo el
texto de formato narrativo, encuadra el viaje de
1912 en su contexto histórico más amplio en la
vida del polígrafo peruano Riva-Agüero,
marqués de Montealegre de Aulestia.
1912: Un marqués cruza los Andes.
Los periódicos de París seguían con interés
el viaje. Iba hacia el Cuzco desde el sur, por
Arequipa, para lo cual debía embarcarse pri-
mero en el Callao. Iban con él Luis Pardo, Julio
Carrillo de Albornoz, Raymundo Morales de la
Torre, Manuel Gallagher y Mansueto Cana-val.
Una vez en Cuzco, bajaría la tropilla hacia
Sicuani, y de allí a Puno, para cruzar bordean-do
el lago Titicaca por Desagüadero hacia La Paz,
y aun más al sur. Un paje se ocupaba de
ayudarlo con sus trajes, el aseo, la comida y las
maletas. Tenía 26 años, y había terminado ya de
componer su tesis para el doctorado en
Jurisprudencia (Porras, 1956). Eran sus justas
vacaciones luego de una década dedicada a la
investigación. Quizá no llevaba el joven papel
para escribir; de eso se premuniría ya en algún
lugar para el viaje de regreso, para hacer notas
destinadas, quizá, a componer después, ya en
casa, unas memorias de este viaje: el mundo las
conocería de espaldas a su autor después de su
muerte. Era José de la Riva-Agüero, que estaba
por tener la experiencia que se volca-ría algún
día en sus Paisajes Peruanos (De la Riva-
Agüero, 1955). Mientras iniciaba la tra-
vesía por barco, Enrique de la Riva-Agüero e
Isabel Panizo, sus tíos, así como las marquesas
de Montealegre y Casa-Dávila, la hermana de
su madre y ella misma, regresarían tal vez a
comentar pormenores de los riesgos del via-je
por trocha que esperaba al joven; irían a la casa
pompeyana de Chorrillos, o quizá a la de
Ramírez de Arellano, en la calle de Lártiga, in-
mueble que habían abandonado las marquesas y
José el año anterior (De la Puente, 2007, pp.
189-199).
José era doctor en Letras desde 1910 y go-
zaba, desde los 19 años, de una ganada fama
internacional a la vez como erudito y pensador
político. Era entonces uno de los editores de la
Enciclopedia Universal de Escritores Famosos,
que publicaba en Madrid la condesa de Par-do
Bazán, amiga de Ricardo Palma. Ocupaba un
lugar allí junto a Rubén Darío y Miguel de
Unamuno, Marcelino Menéndez y Pelayo y
otros grandes nombres de las letras hispano-
americanas y mundiales del 900. Era don José
ya desde los 18 años miembro de la Sociedad
del Ateneo de Lima, entonces el lugar de con-
centración de los intelectuales de la ciudad y de
la que formaban parte los doctores Pablo
Patrón, Javier Prado y Alejandro Deustua, en-
tre otras destacadas personalidades de las le-tras
universitarias peruanas de ese momento.
A esa edad tan precoz había redactado ya un
estudio sobre el tercer marqués de Vis-ta
Florida, o bien José Baquijano y Carrillo, según
la preferencia ideológica monárquica o
republicana de la lectoría, que dejamos al lector
resolver (De la Riva-Agüero, 1905); el texto
sobre Vista Florida sería muy apreciado en el
siglo XX y gozaría del más bien rarísi-mo
privilegio de ser reimpreso una y otra vez. Muy
posiblemente desde antes, incluso desde su
estancia en el colegio francés de La Recole-ta,
junto a Juan Donoso Cortés y el conde Jo-seph
de Maistre, José venía estudiando la obra del
Inca Garcilaso de la Vega; desde 1906, un año
después del texto sobre el marqués de Vis-ta
Florida, el joven intelectual de Lima había ya
publicado en dos entregas un Examen de la
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
Primera Parte de los Comentarios Reales; esta
obra sería pronto reimpresa en su forma final a
cargo del Estado en forma de libro, en 1908 (De
la Riva-Agüero, 1908); sería integrada después
como parte principal en un libro de sociología
política, La Historia en el Perú, del que se dará
cuenta luego; su conocimiento so-bre el Inca y
su obra reivindi la figura hasta entonces
apagada del gran historiador neopla-tónico y
barroco, por la sangre nieto del gran Emperador
Huayna Cápac, pero además de la nobleza
española de la que Vista Florida era como un
exponente, solo que más chiquito. Este mérito
de conocer y rescatar para la cul-tura peruana al
Inca Garcilaso le valdría a José en 1916 ser
nombrado profesor de la Facultad de Letras de
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Era entonces junio de 1912. José iba con
su mayordomo y unos amigos a conocer el
Perú, Alto y Bajo. ¡Cómo no estaría de
interesado en los lugares de los que el Inca
Garcilaso tantos detalles había dado en sus
Comentarios Reales! En París se informaba
al público de los avata-res de la travesía.
El paseo por el Perú de 1912 se haría famo-
so con el tiempo, y ha sellado el recuerdo so-
cial del Riva-Agüero como escritor y amante
del Perú. Con la intención de acceder en per-
sona al mundo andino, planeó visitar el Perú
Alto y Bajo. De Arequipa tomó ruta al Cuzco, y
partió de allí con amigos, maletas y mayor-
domo rumbo al Alto Perú, alguna vez la joya
del Reino del Perú: en el 900 se tenía la región
como centro de expansión civilizatoria, a ni-vel
histórico; como una cosa de hecho, el Alto Perú
había sido una riquísima provincia, sino la más
rica, que el Perú tuviera en los Andes durante la
monarquía. En el relato que hace Porras (1956),
con la ventaja de contar con el testimonio del
propio Riva-Agüero, de quien era cercano, así
como de otros circunstan-tes, una vez en el
Cuzco realizó el viaje hasta Bolivia al menos
dos veces. Allí no solo tuvo contacto con la
naturaleza y los monumentos de la antigüedad
peruana; también lo tuvo con
las élites locales criollas y mestizas, con las que
discutía libros suyos y ajenos, publicaba notas
en los diarios locales y establecería lazos hu-
manos el resto de la vida. El de José por los
Andes del sur fue un pintoresco viaje que aún es
posible realizar en tren partiendo del Cuzco
hasta Puno, para proseguir luego hasta La Paz,
Chuquisaca, Cochabamba y Potosí (hoy) por
carretera. Hace una centuria se trataba de un
desplazamiento verdaderamente meritorio; un
imposible práctico que solo a una mente
verdaderamente nacional podía caberle hacer. El
viajero debía hacer la travesía penosamente, a
lomo de mula; para quien conoce la ruta, en una
extensión agreste y desoladora, donde con suerte
habría tal vez bien a lo lejos un tambo, o un
caserío con una iglesia barroca; una ma-nada de
auquénidos peruanos con un pastor a su lado.
El común de las personas que piensan en
Riva-Agüero como un personaje a quien re-
cordar, lo asocia siempre con el viaje de 1912,
esa magna travesía para acceder al Perú del in-
dio, que en muchos aspectos fue la vida entera
para José el Perú más auténtico, el más hon-do,
el Perú donde yacía postrado impensable y
pétreo, esperando, el porvenir. Ha quedado para
la posteridad rastro de ese viaje por las notas
que sabemos to en camino de regre-so a
Lima, sabe Dios en qué extraña papelería
cuzqueña; eso consta en que las notas se ini-cian
desde la salida del Cuzco, donde está el Colegio
de los Padres Salesianos, hacia la iz-quierda de
la Casa del Almirante, como yendo a la fortaleza
de los Emperadores; el viaje va retorcido por
Huamanga hasta el final de la ruta del tren a la
costa que partía desde Huan-cayo, para ingresar
a Los Reyes por la hacienda de Bravo Chico,
teniendo a la izquierda la vista alta del Cuartel
de la Pólvora. Como ya sabe-mos, se trata de un
libro que salió en 1955 con el título de Paisajes
Peruanos, prologado en-jundiosa y
abrumadoramente por Raúl Porras, con tanto
aparentemente que tenía qué decir de los
viajeros en general, aunque tan poco del
meritorio viaje anotado por José y que justi-
ficaba sus interminables frases preliminares
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(Porras, 1955). Como ya veremos, se trataba
de una tarea colosal de despistaje social, para
extraviar antes que orientar al lector, trabajo
de zapa que le tomó a Raúl Porras Barrene-
chea la imaginación de 161 páginas, nada me-
nos; 161 para las modestas notas de José, que
apenas superan las 180 y que, al considerarlas
imperfectas y juveniles, su autor nunca logró
publicar en libro.
Paisajes Peruanos, de tan desviada y lar-
gamente prologado como estaba en 1955 con
nota preliminar pantagruelesca, parece un li-
bro de Porras antes que uno de Riva-Agüero;
Porras, estimulado por su propio talento, pu-
blicó las 161 páginas aparate también, como
lo que era, un libro salido de su pluma.
Se debe anotar para el lector que José tuvo la
intención de publicar sus notas de 1912 a inicios
de la década de 1930, en un contexto de alto
índice de politización de la literatura na-cional;
José pensó entonces que esas notas po-drían ser
usadas para la causa del nacionalis-mo universal
que profesaba y anhelaba para su propia patria;
pensó en imprimir las notas en Europa,
particularmente en Inglaterra, pero por razones
que ignora el que esto escribe ese proyecto
inglés fracasó; las notas pararon en-tonces a
manos del entonces famoso historia-dor Jorge
Guillermo Leguía, para que este les hiciera una
especie de prólogo (que no sería ni tan largo ni
tan aburrido como el de Porras). Pero Leguía era
liberal y José en cambio seguía siendo el mismo
de 1912: un futurista monta-do en el más
grandioso pasado del que había disponible
recuerdo.
Leguía el historiador debía serle al inicio
figura extraña a José; en cualquier caso, ha-bía
cometido poco antes de la llegada de José al
Perú de Italia (1930) un desliz que José no
habría de perdonarle. Leguía, por encargo del
Estado, venía de haber compuesto un agrio
expediente sobre el Padre Bartolomé Herrera
(1808-1864), el conde de Maistre peruano (De la
Puente, 1965; Rivera, 2008); José, que admi-
raba a Herrera como filósofo político, líder so-
cial y educador, pero más aún, como gestor de
la nacionalidad peruana, aquello que lo había
movido en 1912 a conocer el Perú Alto y Bajo.
Debe haberse sorprendido mucho de la pro-sa
desdeñosa de Leguía, del trato de obsoleto quizá
algo poco talentoso que Leguía le había dado en
un texto de 1929: trataba allí con “lás-timaa
este parlamentario, Presidente de Cá-mara y
Obispo de Arequipa, amén de primer pensador
de la nacionalidad peruana republi-cana; según
Leguía, Herrera había pasado, del lugar de una
mente grandiosa, a la tristeza de un “fanático
(Leguía, 1929, p. 29). Es fácil in-ferir que, una
vez advertido José sobre el fana-tismo liberal de
Leguía, tenía razones para no volver a dirigirle
nunca más la palabra, cosa que hizo con varios
intelectuales y amigos en temas sensibles para
él. Don Jorge, falto de su-tileza como pudiera
haber sido, no compren-dería jamás el motivo
de esa conducta. Y, hay que decirlo, los
Paisajes Peruanos se quedaron archivados
definitivamente. Tuvo que apare-cer Porras en
1955 para sacarlos de donde su autor los había
guardado.
Este año, de 1955, en que caen sobre José
161 páginas de erudición sobre cosas ajenas, se
sella la lápida sepulcral del involuntario autor
de Paisajes Peruanos. Tristemente, en un
lamento andino, resulta ser la partida de
defunción del significado social y de su pres-
tancia como pensador en la historia nacional y
republicana del Perú, méritos que la sociedad de
1912, sin embargo, y muy a pesar de Po-rras (y
sus cómplices en el futuro), tenía muy
presentes. Aunque Riva-Agüero, ese precoz
adolescente que a los 18 años publicaba con los
doctores de San Marcos para el Ateneo de
Lima, fue desde su primera obra adolescente
uno de los más destacados intelectuales del
primer tercio del siglo XX del Perú: por obra y
gracia de la enjundia de Porras, de su auténti-ca
avalancha de observaciones fuera del tema, por
un bulto verbal que hacía de Paisajes Pe-ruanos
más una obra de Porras que de José, a quien va
dedicada la masa, así, de pronto, y sin avisar, el
escritor de la Calle de Lártiga se travistió de
pensador social y político en un
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
literato, en un romántico escritor de notas
de viaje. No José Santos Chocano, no José
María Eguren, no Ventura García Calderón:
un es-critor más o menos chiquito.
Hay que saber que Porras con la losa del
sepulcro no creía estar haciéndole un mal; al
contrario, creía calmaba la malicia y la cruel-
dad de los enemigos de José, unos intelec-
tuales liberales y de tendencia socialista que la
generación siguiente había gestado, y cuyo
resentimiento marcaría en la imitación tanto
sus propias trayectorias; se trata del publicis-
ta Luis Alberto Sánchez y el historiador Jorge
Basadre. Ambos odiaron, cada uno a su modo,
tanto el significado social como incluso a José
mismo, precisamente por no haber sido en
vida ni chiquito ni literato. Sánchez y
Basadre, además, eran muy cercanos. Ambos
infatiga-bles negadores de todo lo que en
1912 había hecho de José un personaje de
interés para la gente de París. Quizá diga algo
al lector saber que ambos eran también
amigos de Jorge Gui-llermo Leguía.
Es triste comprender que el mismo joven
cuyas travesías en los Andes conmovían al
mundo pasó a ser en 1955 un literato de plu-ma
feliz, aunque de segundo orden. Pero este de
1955 no es quien fuera incluido por la con-desa
Pardo Bazán como editor y autor en la
Enciclopedia Universal de Escritores Famosos,
junto a Unamuno y Menéndez y Pelayo. Y no se
publicitaba con interés en París los detalles de
su viaje por consideraciones literarias, que ni al
propio José le interesaban gran cosa ni en las
que tenía planeado incursionar, sino por la obra
que, antes de 1955, era inseparable de su
recuerdo y hoy hemos olvidado, como Porras
muy bien debía saber. Basadre y Sánchez lo
acusaron, cada uno a su manera, de escritor
mediocre, de mal sociólogo, de pésimo his-
toriador, de político fracasado, ridículo en su
porte obeso de aristócrata y título de Castilla,
detalle nobiliario que a los antedichos movía a
la ironía o la risa. Es natural: no era ninguno de
los dos ni de su bando ni de su clase (Basa-dre,
1944; Sánchez, 1963, 1985; González-Vi-
gil, 1985). En 1955 Porras, de buena fe, corri-
gió el entuerto de la malsana fama de fracaso
y ridiculez monárquica haciendo del mediocre
sociólogo inventado por Basadre un algo no
mucho más talentoso escritor de viajes.
Como habrá ya notado el lector, Riva-
Agüe-ro no fue ni se consideró él mismo un
literato, sino un pensador social. Antes que
nada fue un intelectual integral, que como
todos dos de su tipo, se afana en la utilidad
política de sus conocimientos; esto para él
significaba lo mismo que ser un pensador de la
nacionali-dad, una nacionalidad concreta que
en 1912 deseaba conocer cara a cara. No se
internó al Perú como un viajero curioso, sino
como un sociólogo o un filósofo. Fue en
calidad de tal, de sociólogo y pensador que sus
viajes y sus actividades, en las primeras
décadas del siglo XX, despertaban interés
internacional. Y esto coincide con una intensa
vida universitaria, con una entrega devota a la
Universidad de San Marcos, que es así el
contexto y la fuente, tanto de la dirección de
sus obras, como de su fragua y acogida. San
Marcos es el horizonte desde donde hay que
reconocer su interés y valor histórico.
Riva-Agüero nació en 1885, y extendió su
existencia, intensa y grandiosa por etapas, hasta
1944. Son escasas las biografías al uso, que lo
suman a la multitud con la que, como
aristócrata, nunca quiso asociarse; son raras las
que puede citarse y que despierten en mismas
algún interés (Alarco, 1951; Bobadilla, 2007;
De la Puente, 1955, 2008; Jiménez-Bor-ja,
1966; Rivera, 2009). Fue el primer pensa-dor de
la identidad nacional (Peña, 1987), un tema
transversal en los debates sociales e ideológicos
de la política del siglo XX. Pensó el Perú como
una nación cuya identidad se hallaba formada y
que, por diversos motivos que examinaremos
brevemente después, con-sideraba en riesgo. Y
ese interés por el Perú, que era también un
compromiso político, se transformó en
fascinantes obras de interpreta-ción social,
fundamentalmente, como parte de su carrera en
San Marcos. Queremos recordar
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al joven viajero, por lo tanto, como el pensa-
dor que viajaba, como el gestor de ideas que
unía, como nadie hasta entonces, la teoría con
la realidad. Pero entonces habremos de viajar
nosotros en el tren de su vida, de su prolija y
casi inagotable existencia universitaria.
Riva-Agüero ingresó a San Marcos en
1902 y extendió su vínculo con la universi-
dad hasta 1919, en que abandonó el Perú bajo
el concepto de refugiarse en España. Como
era común pensar en ese tiempo, España era la
madre de los americanos. Aún se usaba la
expresión “América Española” para referirse a
lo que llamamos ahora “América Latina” y
viajar a España en ese contexto no implicaba
por ende la renuncia a la nacionalidad. Pero lo
fundamental es que ese viaje interrumpía el
esfuerzo de forjar una vida por parte de al-
guien cuyo interés institucional debe haber
sido especialmente intenso. Y, en un sentido
que históricamente resulta incuestionable, el
vínculo con San Marcos era parte de la identi-
dad social de nuestro personaje. Riva-Agüero
había obtenido dos doctorados por San Mar-
cos y adicionalmente, desde 1916, ostentaba
el título de catedrático adjunto del curso de
Historia Crítica del Perú; el puesto titular es-
taba a cargo del profesor Carlos Wiesse, ya
desde que el propio José era estudiante. Hay
que saber que los puestos de catedráticos en el
San Marcos del 900 eran vitalicios, y un
adjunto, que era miembro por derecho de la
plana de la universidad, por lo tanto, podía
hallarse en la triste situación de no poder dic-
tar clases jamás. José, el profesor adjunto de
Wiesse, apenas si alcanzó, por accidente se-
manal que parece hay que agradecer a alguna
coqueta bacteria, a dictar unas pocas leccio-
nes de historia prehispánica.
Wiesse cayó en cama. Riva-Agüero generó
grandes expectativas cuando, en 1918, dic-tó
unas pocas lecciones del curso del que era
adjunto, que aunque se han perdido, sabemos
que fueron muy concurridas y adquirieron
notoriedad. Al parecer el doctor Wiesse estu-
vo en una especie de feriado viral o bacteria-
no, pero no era de caer enfermo con mucha
frecuencia. Afortunado en la salud, Wiesse
volvería pronto a la cátedra al salir de una en-
fermedad que solía en 1912 ser la rúbrica de
la muerte. José dictaría clases en 1937, con un
público que llevaba él mismo en su auto a la
Universidad Católica, pero no es pertinente
aquí darle más pábulo a esas lecciones magní-
ficas que hubieran valido más de haber tenido
concurrencia. Meses después de las lecciones
accidentales de 1918 José tomaría otra vez un
barco en el Callao, pero esta vez para irse
exiliado a Europa. Esta cátedra fantasmal en
San Marcos, donde Riva-Agüero era profesor
de ninguna cosa más que de algo, debe haber
sido una experiencia triste para un hombre
que llevaba casi dos décadas de compromiso
universitario, lectura e investigación y que, a
no dudarlo, debía sentir cómo se iba marchi-
tando su precoz talento mientras la universi-
dad, dado que no dictaba clases, le encargaba
modestas tareas administrativas que su paje
también hubiera podido desempeñar sin ha-
berse doctorado nunca.
Es necesaria una precisión didáctica: se-ñalar
qué y cuánto había hecho Riva-Agüero desde su
ingreso a la universidad. El Ateneo de Lima
recogía intervenciones, comentarios de libros y
artículo en su boletín, que es un testimonio
precioso de la vida intelectual de la época, cuyo
eje era la Universidad de San Marcos. Riva-
Agüero, ya como alumno, pu-blicó los textos
sobre Vista Florida y el Inca Garcilaso allí, que
era como publicar en la universidad misma. En
1905 mandó a la im-prenta su tesis de Bachiller
en Letras, Carácter de la literatura del Perú
independiente (De la Riva-Agüero, 1905a). Al
parecer tenía la obra planeada desde el colegio y
las lecturas y re-ferencias específicas que este
libro hace son tantas y tan variadas que es fácil
reconocer el arduo y denodado trabajo de años
de un estu-dioso exhaustivo y diligente. Para el
invierno de 1903, a los 17 años, tenía una buena
par-te escrita, que prosiguió con toda seguridad
hacia fines de 1904 y hubo terminada a ini-cios
de 1905. Carácter de la literatura es una
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
mezcla de filosofía social, psicología colectiva
e historia literaria; es un texto dirigido al uso
social, un texto francamente político, aunque
redactado según patrones de composición que
hoy resultan extraños. Como los poste-riores,
y víctimas sociales de la perfidia de Ba-sadre
y el ingenio infinito de Porras, leemos su
biografía dándole un significado exagerado a
los Paisajes Peruanos, que es una obra li-
teraria, es muy fácil pasar por alto que la de
1905, no importa qué diga el título, no es una
historia de la literatura durante la república,
como suelen creer los estudiantes de esa ma-
teria hoy.
Es importante entender cómo era el audi-
torio medio que iba a hacer de lector de José.
Los receptores de Carácter de la literatura, los
lectores de 1905, constituían un auditorio chi-
quito de millonarios engreídos, las más de las
veces a la misma vez unos liberales y unos po-
sitivistas, racialistas o racistas científicos, a la
vez que afanosos de los negocios y el dinero.
Siempre de espaldas al mar. El auditorio medio,
sin embargo, consideraba la obra de José como
un tratado de sociología política, si se permite
esa expresión positivista, que debía traducirse a
la vez como sociología, psicología social y
filosofía política, lo cual se prueba con las re-
señas que entonces hicieron García-Calderón
(García-Calderón, 1906), Miguel de Unamu-no
(Unamuno, 1906) y E. Castro y Oyangu-ren
(Castro y Oyanguren, 1920, p. 195-200), así
como en la presentación de José en época
análoga que se hizo en la Revista de América de
París, dirigida por García Calderón, de par-te de
su hermano Ventura (García-Calderón, 1912).
No solo estamos ante un trabajo inaudi-to para
un adolescente; este libro constituyó un
programa social y político cuyo núcleo era la
idea de la nacionalidad. Como vamos a volver a
tocar este tema baste por ahora. Es imposible
describir la impresión que esta obra causó en la
Lima del 900. En esa época las tesis de Docto-
rado en Letras de San Marcos solían tener entre
30 y 80 páginas, las referencias bibliográficas y
de autores eran escuetas, y al ojo del presente
aparecen como modestos folletines.
Carácter de la Literatura, tesis para gra-
duarse apenas de Bachiller, a diferencia de las
tristes monografías enanas que pasaban en-
tonces como tesis para doctorado, era un li-
bro que no tenía nada que envidiar a una obra
académica contemporánea de Francia. La te-
sis de 1905 fue el texto más influyente y po-
deroso del Perú de los siguientes tres lustros.
Su programa de nacionalismo o lo que hemos
llamado en otra parte “tradicionismo” era en
1912 el referente por antonomasia de ese di-
minuto mundo social que era el del Perú de su
época hasta el inicio del régimen popular de
Augusto Leguía, en 1919, la causa oficial de
la partida de Riva-Agüero a España (Rivera,
2017, cap. II).
Carácter de la literatura; sin embargo, era
la primera de cuatro entregas académicas en
formato de libro que llevó el autor a la im-
prenta en su carrera universitaria. En 1905
Riva-Agüero, ya Bachiller en Letras y con una
tesis de doctorado pendiente, aparece en la
Revista Universitaria, editada por San Marcos
desde ese año, como alumno de la Facultad de
Derecho y Ciencias Políticas, donde obtuvo
varias veces reconocimiento por la excelencia
de su vida académica. No solo era una segun-
da carrera. Se trataba en realidad de buscar un
fundamento filosófico y político más pro-
fundo para la posición de 1905, que quiel
autor, tan inseguro algunas veces de su propio
talento, podría haberlo considerado entonces
insuficiente. Carácter de la literatura tuvo una
composición de vasta influencia. Sus referen-
cias básicas estaban en las ideas sociológicas
de dos escritores españoles, Miguel de Una-
muno y Marcelino Menéndez y Pelayo, un li-
beral y un tradicionalista, que en vida se lleva-
ban muy mal entre sí. Riva-Agüero pretendió
conciliar ambas posiciones con una doctrina
ecléctica de la verdad, que había tomado del
pensamiento social de Bartolomé Herrera. Se
trataba, pues, de un libro herreriano, con un
dulce tono conservador; como antes hicie-ra
Herrera, intentaba incorporar la tradición como
un concepto social dentro de la perspec-tiva
modernidad política, en fusión ecléctica
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entre el tradicionalismo y el régimen
republi-cano (Rivera, 2008).
La tesis central de Carácter de la literatura
estaba articulada sobre un plano histórico, po-
lítico y social específico. Intentaba mostrar que
el Perú no era ni tenía por qué ser un país de-
pendiente de otros. Que lo había sido de Espa-
ña. Que lo era de la Francia laica y republicana
que sus compañeros ricachones admiraban, y
donde iban a dilapidar sus oligárquicas fortu-nas
habidas de forma a veces no muy honesta.
Aunque el Perú había sido parte de la Monar-
quía Española y subordinada, por tanto, a una
metrópoli, desde el siglo XVIII se habría for-
mado una realidad histórica propia, un “carác-
ter propio y autónomo, a partir del cual era
posible una conciliación social ecléctica sobre la
base de una realidad sustancial anterior.
En el 900 eran famosas las tesis del perio-
dista político y poeta Manuel González Prada
sobre el Perú: se trataba de una identidad re-
publicana en proyecto, o un país cuyo ideal se
halla por hacer, como estamos acostumbrados
a pensar hoy nosotros mismos gracias a nues-
tros sociólogos del siglo XX, que pasan por
ello poco menos que por pesimistas (Sanders,
1997; Giusti, 1991). Carácter de la literatura
proponía que se trataba de una concepción
colonial de la identidad política, que hacía de
la lectura del presente una deuda con una rea-
lidad que se había logrado en otro lugar, por
ejemplo, en Francia y, para colmo, bastante
mal. Esto traía como consecuencia “una mise-
rable servidumbrerespecto de la Francia lai-
ca y republicana del 900 (De la Riva-Agüero,
1905, p. 224). La agenda anticolonial, es
decir, antifrancesa y en gran medida
antimoderna de Carácter de la literatura, iba
a valerse de los mismos medios que daban
prestigio ante el cráneo europeo de las élites.
En efecto, Riva-Agüero trató el tema de la
colonialidad en el régimen republicano de la
manera que estaba en boga en el discurso de
la sociología positivista. En el 900 se hablaba
en términos de originalidad e imitación, una
retórica sobre la nacionalidad y la cultura que
atravesaría el siglo XX hasta Augusto Salazar
Bondy y aun después. ¿Seríamos una nación
original, o teníamos que lograr nuestras
expec-tativas sociales y políticas imitando a
otra, que estuviera más lograda, por decirlo de
alguna manera (como el Perú del 900 con la
Francia del 900)? Es difícil situarse en el
tiempo para comprender lo vivas que eran
preguntas como éstas en el ambiente social de
la universidad del 900, así como su contexto,
que incluía la legitimidad de la república.
La retórica sobre originalidad e imitación
tenía su fuente en la filosofía social de Gabriel
Tarde, en particular en Les lois de l’imitation.
También se acusa en esto la influencia de
otros autores decisivos del 900, como Wilhelm
Wundt, Henri Bergson, Joseph de Maistre y
Friedrich Nietzsche; los dos primeros autores
herencia del filósofo Alejandro Deustua, el
más importante filósofo académico que en sus
claustros tuvo la San Marcos del 900 (Copello,
2003; Rengifo, 2004); los otros eran populares
en el medio más restringido al que las mar-
quesas, los amigos de 1912 y José pertenecían.
Deustua puso a la mano la versión compleja y
contemporánea, con las esperables limitacio-
nes de los programas de enseñanza universi-
taria del 900, de problemas políticos y socia-
les que el XIX peruano había abandonado sin
empacho a meros divulgadores y periodistas.
No se puede comprender Carácter de la
literatura sin referencia a un famoso libro de
Hypolite Taine, su Histoire de la Littérature
Anglaise. De este libro tiene el que firma esto
dos ejemplares; uno fue propiedad de Fran-
cisco García Calderón, mientras que el otro
que perteneció a Carlos Zavala Loayza, am-
bos compañeros de carpeta de Riva-Agüero.
“Se ha descubierto encabeza Taine la ex-
tensa publicación en cinco volúmenes- que
una obra literaria no es un simple juego de la
imaginación, el aislado capricho de un cere-
bro audaz, sino una expresión de las costum-
bres que rodean la obra y el signo de un es-
tado de espíritu (Taine, 1895, cap. I, III). El
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
autor expresaba esta posición vinculándola a la
corriente romántica en el desarrollo de las
ciencias históricas. A Taine se atribuye la idea
de que toda historia, y quizás en particular la de
los testimonios escritos de un pueblo, di-cen de
la personalidad y del carácter social de ese
mismo pueblo; hablan de la esencia de ese
pueblo y exhiben por ello sus características
más profundas. El conocimiento de la historia
literaria o escrita de un pueblo termina siendo
así como un diagnóstico del mismo, lo que en la
clave positivista del tiempo de José signifi-caba
una utilidad social y política, esto es, algo
“sociológico”, destinado al progreso político e
institucional (Lacombe, 1906; Nève, 1908).
Riva-Agüero, desde ese punto de vista de
Taine, pudo haber deseado integrar su cono-
cimiento literario en una obra parecida a la del
francés, que explicaba lo que entonces se
consideraba la psicología de una nación, ex-
poniendo para ello (como Taine había hecho) el
conjunto de todos los testimonios escritos del
mundo histórico que se deseaba conocer, y no
sólo la poesía y la prosa literaria. El estu-dio de
la psicología de un pueblo pasaba por sus textos
escritos, que a su vez revelaban la historia, la
originalidad e incluso la agenda de ese pueblo.
Se trata de que se haga “el modelo de un ideal
propioque se transforma en “el carácter de la
raza”; éste “es lentamente cons-tituido por la
religión, la literatura y las insti-tuciones”; es
también este “carácter de la raza“la fuerza y la
dirección que hacen posible la civilización
presente y futura (Taine, 1895,
pp. 475-476). Pero una obra como la de Taine
era excesiva y difícil de lograr en un tiempo
donde el conocimiento social de las obras pe-
ruanas era escaso y cada empresa en ese sen-
tido resultaba fundacional, es decir, requería
un inmenso esfuerzo recaudar las fuentes; no
olvidar las tesis de pena que doctoraban por
ello a la gente peruana de la era de 1912. Esto
permite comprender su siguiente tesis de Le-
tras, la Historia en el Perú: este libro aparece
y debe ser leído como el complemento y la
continuación de la obra literaria de 1905 (De
la Riva-Agüero, 1910).
La Historia en el Perú, salida de la impren-ta
en 1910, ha llegado a la actualidad como el libro
de contenido académico más decisivo de su
autor literato y en vida lo consagró, tal vez
incluso un poco a pesar de mismo, antes que
como un pensador de la nación peruana, como
un historiador profesional; esta consi-deración,
que ha subrayado extrañamente la historiografía
conservadora desde la Segunda Gran Guerra, es
una de las razones que aíslan y sustraen de su
sentido original de obra so-ciológica a Carácter
de la literatura, lo que ex-plica además que la
historiografía no vea vín-culo alguno entre
ambos trabajos, los dos una expresión del
carácter nacional a través de la historia literaria.
La memoria social iba a so-breponer este texto
de 1910 a la obra anterior aunque, como se ha
sugerido, no era para el autor mismo sino su
culminación y perfeccio-namiento. Los
Comentarios Reales de Garcila-so aparecen allí
como parte de un diagnóstico social sobra la
nacionalidad, lo que explica bien el tratamiento
en la sección dedicada al Inca de notas sobre
otras obras suyas que no son de referencia
peruana.
La siguiente reflexión debe ser agregada.
Quizá sea algo trágico que Riva-Agüero, que en
1910 seguía intentando ser un Taine perua-no,
un pensador social de la nacionalidad pe-ruana,
fuera seducido en tiempo posterior por las
comprensibles minuciosidades en las que se cae
en el trabajo de la historia, un factor que
comenzó a acentuar el aire académico y de los
libros de 1910 y 1905, y le restó al libro mismo
de historia social de la historia, en cambio, la
agilidad, la sutileza y algo del afecto literario de
sus obras sociales anteriores. No se diga ya nada
de su efecto como herramienta social, como
sociología, término que era frecuen-te asignarle
a sus trabajos en 1912, pero que, con toda razón,
perdería pronto extraviado él mismo en la
genealogía y las menudencias del pasado a las
que dedicaría obras posteriores a la década de
1920. Sus textos de tiempo pos-terior a 1930
dan la imagen de un cerebro con una memoria
muy privilegiada, aunque inútil de destino,
amén de víctima de una especie
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de aburrimiento cognitivo. En esto José fue el
cómplice más cumplidor con que Porras pudo
contar para la obra de sepultarlo socialmente
y convertirlo en un narrador de viajes.
Riva-Agüero compuso La Historia en el Perú
incorporando su estudio sobre el Inca Garcilaso,
de 1906, con una exposición más vasta sobre
textos sobre historia peruana has-ta su presente.
Desde los cronistas de la con-quista española del
Imperio Incaico hasta las entonces recientes
obras del General Manuel de Mendiburu y el
pedagogo y filósofo español Sebastián Lorente,
antiguo decano de Letras de la universidad, cuya
obra José despreciaba por muchas razones, pero
muy en especial por no ser propiamente peruana
(Thurner, 2012, p. 252). Interesado en la
difusión de sus trabajos, corrigió un defecto de
su primer libro, del cual sacó un tiraje de apenas
300 ejemplares y que hoy, por esa causa, debe
ser reputado por eso como una preciosidad para
los coleccionistas de libros peruanos. Ese
mismísimo escaso ti-raje de 1905 haría pensar a
las generaciones futuras en el valor
historiográfico, en lugar de social, que debía
tener el libro de 1910.
Carácter de la literatura es sin duda una de
las obras de coleccionismo más valiosas de la
primera mitad del siglo XX que el Perú pueda
tener. Caso distinto es el de La Historia en el
Perú, aun hoy no infrecuente de hallar en los
libreros de viejo; la edición de 1910 vale casi lo
mismo comercialmente hablando que su primera
reimpresión publicada en España en 1952, que
tomaría a su cargo el marqués del Satillo; el
mejor amigo en la vida imprimió, creyendo
honrar el honor de administrar el le-gado del
entonces difunto (De la Riva-Agüero, 1952);
ambas ediciones valen lo mismo: al pre-cio de
hoy, unos 250 euros. Y es que no saldrían de la
imprenta esta vez 300, unos pocos escasos
ejemplares, sino un tiraje de mil; en esta oca-
sión los volúmenes serían distribuidos con ma-
yor énfasis entre los académicos del Perú, así
como entre las personalidades políticas, socia-
les y religiosas del país, y solo una parte peque-
ña sería enviada, con especial esmero y en ele-
girá al receptor, a quienes eran los grandes ex-
pertos en historia iberoamericana en el mundo
entero. En gran medida el viaje de 1912 es tam-
bién una distribución personal del libro masivo
salido de la imprenta de Federico Barrionuevo.
Estas cosas de la vida. Hace un par de años
estuvo en venta en Francia un ejemplar de La
Historia en el Perú, que remitió José firmado y
con dedicatoria al historiador inglés Clements
Markham; era triste ver el precio de oferta, re-
bajado varias veces por falta de comprador. Se
agrega otro ejemplar firmado dedicado esta vez
a su amigo Ventura; se tiene conocimiento de su
venta en una subasta en España hacia fines de la
década de 2000, cuando fue desbaratada y
repartida por todo el mundo al azar la exquisi-ta
biblioteca de Ventura, llena de preciosidades
que sus mercantiles herederos perdieron mise-
rablemente. Este último ejemplar no sobrepasó
gran cosa el precio del anterior.
Mientras redactaba la tesis de 1910, el ge-nio
de nuestro personaje deseaba a la vez ob-tener el
título de abogado. Lejanas se veían entonces
esas largas vacaciones esperadas para recorrer el
Perú Alto y Bajo. Tuvo pen-sado primero José
un doctorado en Ciencia Política, pero esa
especialidad fue suprimida de la universidad
mientras Riva-Agüero hubo asistido a sus
primeros cursos. Por ello, hacia 1908, mientras
abandonaba los textos litera-rios, que sabemos
ahora le interesaban como fuente de
conocimiento del “carácter nacio-nal y no por
su cuestionable belleza, se inte-resó por su
cuenta cada vez más en la filosofía jurídica y
política, materias en las que muy po-siblemente
no fue tan afortunado. Sobre la pri-mera vio la
luz su trabajo Fundamentación de los interdictos
posesorios, de 1911, que le valió el grado de
Bachiller en Jurisprudencia (De la Riva-Agüero,
1911). Tenía en mente un juicio de herencia que
encargaría a su antiguo profe-sor de filosofía,
Javier Prado, que era entonces uno de los
abogados litigantes más destacados de Lima. Y
es así como llegamos a 1912.
Riva-Agüero, quien no logró articular sus
ideas filosófico-políticas con ninguna de las
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
lecturas que encargó ex profeso desde Fran-
cia, para obtener el Doctorado en Jurispru-
dencia, terminó componiendo un folleto de
filosofía jurídica y política; plasmó allí unas
ideas metafísicas propias, una mezcla extraña
entre Nietszche, Deustua y Juan Donoso Cor-
tés, con el título Concepto del Derecho (De la
Riva-Agüero, 1912). Este folleto no dejó satis-
fecho a su autor, quien haría poca gala de él en
el futuro, aunque sus contemporáneos lo
apreciaron, con justa razón, como un comple-
mento de Carácter de la literatura; era la re-
ceta para la acción política de un nacionalista
reaccionario. Los textos jurídicos son ambos
de naturaleza explícitamente filosófica. Am-
bos, en mayor o menor grado, son una meta-
física del Estado, y se hallan influenciados por
el concepto de metafísica que se halla en los
complementos de El mundo como voluntad y
representación de Arthur Schopenhauer, una
lectura obligada para el sanmarquino del 900.
Schopenhauer y Nietzsche son lecturas tem-
pranas de Riva-Agüero, que posiblemente tra-
jo del colegio francés, pero que en los libros de
filosofía jurídica combinó, una vez más, con
Tarde, Wundt y Bergson, con certeza un
soporte de la docencia de Deustua. Como se ha
demostrado en otra parte, el rol de Juan
Donoso Cortés aquí, el heredero español de la
teología política de Joseph de Maistre, fue
decisivo (Rivera, 2010).
Así llegamos, casi sin percibirlo, a nuestro
paradero. El año en que, después de más de
una década de trabajo universitario imparable,
José se tomó unas vacaciones con Morales y
Canaval para conocer la geografía y la gente
de ese país cuyo pensamiento de la
nacionalidad trataba de plasmar.
El viaje al Perú tuvo intención de conocer
el mundo andino, en el que situaba, como an-
tes había hecho Hipólito Unanue, la raíz y el
fundamento de la nación. Anecdóticamente,
sin embargo hay que subrayar que este se pro-
dujo por la imposibilidad material de visitar
Europa, viaje que el personaje tenía planeado
para ese año y que hubo de aplazarse para el
año siguiente, dado la salud de su madre. Un
vínculo intenso con París le abría la puerta de
lo que entonces era la imagen social de la cul-
tura europea peruana y latinoamericana. Esto
exige un desvío hacia la familia García Calde-
rón, prolífica en el mundo intelectual del 900
y cuya identidad, si bien se realiza en Francia,
es a través de la universidad, su historia y
víncu-los internacionales.
En París, desde 1906, vivía emigrada la
familia de Francisco García Calderón Landa,
rector de San Marcos durante los primeros años
del paso por sus claustros de Riva-Agüe-ro. El
rector García Calderón, que también ha-bía sido
Presidente del Perú durante la Guerra con Chile
y era notable intelectual y jurista, murió
repentinamente en 1906. Fue luto para San
Marcos y el Perú. Riva-Agüero, íntimos él y su
padre de la familia del rector, leyó en el sepelio
el discurso de orden representado a los
estudiantes de la universidad. El rector dejó
varios hijos, dos de los cuales eran compañe-ros
sanmarquinos y contemporáneos: Ventu-ra y
Francisco; habían sido sus compañeros desde el
Colegio francés de la Recoleta, al que habían
ingresado juntos en 1896; íntimos amigos desde
su niñez, entraron con él a San Marcos,
generando pronto allí todos juntos un auténtico
revuelo en la vida universitaria. Eran talentos
excepcionales y se vieron pronto los tres
rodeados de la admiración de sus pa-res, así
como de la sociedad chiquita que era la Lima de
entonces, y más aún la San Marcos del 900,
cuyos estudiantes, junto a la plana de profesores
y el servicio, entraban todos juntos en la sala de
grados.
Francisco fue el más precoz de los herma-
nos García Calderón. Se atreva publicar un
libro de ensayos ya en 1904, De litteris, para
el cual el rector de San Marcos buscó el pró-
logo del famoso escritor uruguayo José Enri-
que Rodó, cuya obra inspiraría al 900, aunque
no especialmente a Riva-Agüero, como suele
decirse gracias a la prosa exagerada y cruel de
Luis Alberto Sánchez (Sánchez, 1963). En
1907, Francisco publicó en París Le Pérou
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contemporain, un libro decisivo, premiado en
París, cuya actualidad es aún digna de nota;
García Calderón hizo allí una propuesta de
nacionalidad qué oponer a la de Carácter de la
literatura. Francisco era liberal convencido; los
devaneos ancestrales, monárquicos y orga-
nicistas, incluso incaicos y andinos y, por ello,
tan poco civilizados y franceses que tenía su
amigo de Lártiga, no le eran del todo gratos. Era
importante colocar los sentimientos mo-dernos,
liberales y progresistas de Francisco en una
vitrina parisina, que todos los perua-nos de clase
pudieran ver.
Ventura y Francisco iban a ser mentes re-
presentativas del Perú de su tiempo, con fama
internacional, como publicistas, ensayistas y
escritores de calibre (Delgado, 1947; Ortega,
1987). Si Ventura, que sería postulado alguna
vez al Premio Nobel de Literatura, se hubie-ra
hallado en la disyuntiva de seleccionar qué obra
le era la más simpática y la más represen-tativa
de su generación, tenía solo, en 1912, dos
opciones: Carácter de la literatura y el li-bro de
su hermano de 1907; el lector o debe albergar
dudas sobra cuál de las dos sería la obra
favorecida por el entusiasmo. De hecho,
Ventura, personalmente, se había encargado de
difundir las tesis del autor de Lártiga entre los
nacionalistas franceses, entonces muy po-
derosos en la política y la academia, no solo en
la Francia revuelta de su periodo, sino en el
mundo de las letras europeas e iberoamerica-nas
en general. Amigo de literatos y eruditos
franceses del momento, como Maurice Ba-rrès,
Ernest Martinenche, Marius André y la corte del
iberoamericanista Foulché-Delbosc; cercano del
poeta integrista y monárquico Charles Maurras,
entonces en su instante de mayor fama, Ventura
era factor decisivo para esa fama transnacional y
transatlántica de que José gozaba en 1912.
La Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, hace una centuria mucho más que
ahora, por diversas razones, acogía y era el
nudo de los debates intelectuales de los perua-
nos. No sólo ni principalmente era un espacio
para la difusión de la actualidad de la cultu-ra
americana y europea, sino también para la
peruana misma; era una suerte de palestra en
que se hacía pública la investigación y el
conocimiento social, que es lo que interesa
aquí. Tras los títulos y las referencias españo-
las americanas y francesas de los libros de Ri-
va-Agüero hay una agenda de debate profun-
damente local y nacional. Hay que regresar a
Carácter de la literatura, que es el texto más
explícitamente polémico en el sentido que se
viene subrayando; el texto de 1905 escondía
una polémica local sobre la identidad del Perú
y el concepto de nación cuyo origen parecía
provenir de Europa.
En efecto, debía relacionarse y así lo hi-
cieron los contemporáneos- con una discu-
sión francesa entre el nacionalismo integris-
tas, que era monárquico y católico, sosteni-do
en la pertenencia social y la tradición de
Francia que enfrentaba la propuesta liberal de
Ernest Renan, liberal y anticlerical republica-
no, que era todo lo contrario. En el centro se
hallaba la interpretación social de la Revolu-
ción francesa, de la que los integristas eran
detractores y los liberales entusiastas. Hay
testimonio explícito de Ventura García Cal-
derón a ese respecto, que desplaza el tradicio-
nalismo francés a un discurso muy famoso
hasta el presente sobre la nacionalidad ale-
mana de J. G. Fichte (García-Calderón, 1946,
p. 95). Este ambiente francés era el marco
para una discusión social que rebasaba, a la
vez que atravesaba, la universidad. Algo se-
mejante al liberalismo de Renan había sido
abrazado por Javier Prado, el profesor de filo-
sofía cuyos oficios judiciales Riva-Agüero so-
licitaría alguna vez. Prado había introducido
en la universidad el positivismo liberal de los
franceses; lo volcaría pronto en clases y folle-
tos, con la firme apariencia de un programa
nacional que en gran medida la universidad
adoptó como propio (Vexler, 2008).
En 1894, el profesor Prado joven y bri-
llante expositor entonces- dio el discurso de
apertura del año académico con Estado social
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
del Perú durante la dominación española (Pra-
do, 1894). Había puesto en clave sociológica y
filosófica ideas que eran ya populares y co-
nocidas gracias a un periodista que era extra-ño
en la universidad, pero cuyo estilo de es-critura
cautivaba a muchos; eran las ideas de Manuel
González Prada, para el 900 gestor de un fallido
propósito de Partido Radical pero, antes que
nada, periodista anticlerical, jaco-bino y poeta de
cierto mérito para su tiempo. González Prada
tradujo a Renán en contex-to peruano popular y
reprodujo la polémica francesa sobre la nación
en un contexto muy sensible, que era la reciente
derrota militar del Perú ante las tropas de Chile.
De no extensa imaginación conceptual, González
Prada fue el vulgarizador de prensa de las ideas
liberales que, en torno a la nación, había
expuesto para Francia, Renan.
Prado hizo de González Prada la fórmula
popular de un discurso de peso universitario,
que consagen la academia un fenómeno de
la prensa. Pero el común de los novecentistas
de la universidad, con su profesor Alejandro
Deustua a la cabeza, era de criterio bastante
diverso. Riva-Agüero daría, con Carácter de
la literatura, el punto de vista opuesto, que
era suscrito por muchos también, en particular
en el Partido Demócrata de Nicolás de Pié-
rola, líder popular y clerical, como San José,
apreciado tanto por el pueblo llano como por
la nobleza, amigo personal de la familia de su
madre, doña María de los Dolores Carmen,
marquesa de Montealegre.
Detrás del discurso de González Prada y, por
lo mismo de Prado, se hallaba la influencia
social de Ricardo Palma. Palma, director de la
Biblioteca Nacional, saqueada en la Guerra con
Chile, se había consagrado con un con-junto de
artículos de prensa que eran del gusto de
muchos peruanos, se trata de las Tradicio-nes
Peruanas, cuya edición definitiva es casi
contemporánea de Carácter de la literatura
(García-Calderón, 1938; Escobar., 1964). Qui-
sin el consentimiento ni la voluntad de su
autor, esa obra, impresa ya entonces en España
con éxito internacional, inspiró un sentimien-to
propio de nacionalidad, que se instaló en la
polémica que venía de Francia. En la obra de
Palma, el pasado peruano, y en particular su
pasado español, aparece incorporado como
elemento fundador del Perú. El recuerdo del
régimen antiguo, perpetuado en las prácticas
religiosas y sociales, así como en sus monu-
mentos, fue asociado pronto con una agenda de
lo peruano centrada en la gestión españo-la del
país. González Prada dedicó el ensayo más
emblemático de su postura liberal para
denunciar el supuesto significado ideológico y
político de la interpretación social de la obra de
Palma como retrógrada y reaccionaria. Se trata
de la famosa Conferencia del Ateneo, que su
autor pronunció con fines patrióticos e hizo
imprimir con otros artículos de prensa e inter-
venciones en su obra Páginas libres, impresa en
París en 1894, el mismo año del discurso uni-
versitario de Prado (González-Prada, 1894).
Para un peruano del 900 ambos textos se en-
trecruzaban y formaban juntos un programa
político, el de Renan, solo que trasladado al
panorama local. Frente a esto, Riva-Agüe-ro
quiso configurar su postura contraria; al mismo
tiempo que rescatar el valor social de la obra de
Palma (al fin, un amigo caro de la familia) y
ofrecer una versión académica, eru-dita, teórica
para el programa político de na-cionalidad
integral que los consumidores de las
Tradiciones (y no Palma) encontraban en ellas
(Rivera, 2017, cap. II).
Hasta 1905 no había nada que pudiera ser
equivalente ni competir con la fuerza y el estilo
elocuente del pensamiento social de González
Prada en el mundo de la prensa, en ese mundo
de palabras altisonantes y utopías perfectas de
periodista. José, alertado y consciente de la si-
tuación, iba a planear la respuesta a Prada con
Prado: con la traducción inversa de lo que Pra-
do había logrado en la universidad.
En 1905, en la tesis de Bachiller de un jo-
venzuelo de 19 años, el Perú fue testigo de un
libro de envergadura académica que hizo po-
sible articular un lenguaje social para una ver-
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sión peruana del nacionalismo integral. Fran-
cisco García Calderón y su hermano Ventura,
aunque hay testimonio de otros actores de la
época que lo aseguran también, creó el primer
programa nacionalista. Es aquí donde intervie-
nen, sobre este molde, los aportes intelectuales
de Deustua, quien hizo accesible al ambiente
universitario positivista y liberal del 900 lo
entonces más reciente del pensamiento social y
filosófico de la reflexión europea, lo que en-
tonces se llamaba “segundo espiritualismo” y
también “vitalismo”, y es así como en Carácter
de la literatura, el Examen de la primera parte
de los Comentarios Reales de Garcilaso, La His-
toria en el Perú y otros textos menores de José
incorporan en un espectro conceptual denso lo
que a partir de las Tradiciones Peruanas no eran
sino ideas sociales populares, pero des-
articuladas, de simpatía por la ampliación del
espectro histórico para la nación peruana. Se
trataba de un programa claramente opuesto a la
influencia francesa que él considera extrema en
González Prada y Prado, y que creía eran
coloniales, en el sentido de que integraban la
nacionalidad peruana en parámetros de inter-
pretación social ahistóricos y descontextuali-
zados (Rivera, 2017, cap. II).
En el pensamiento del joven que salió para
el Alto Perú en 1912 se opera algo inusual en
el mundo público serio del Perú republicano.
No había que juzgar la peruanidad desde la
república, o desde la independencia, sino des-
de una dimensión anterior, que incluyera en
ella el sentido de las prácticas, instituciones y
monumentos que el peruano, y quizá haya que
decir también, el criollo de Lima, entendía en
las Tradiciones. La idea de la nacionalidad se
enlazaba con esta otra tomada de Gabriel
Tarde de la originalidad social como algo
opuesto a la imitación. Ser originales como
realidad histórica y social era el presupuesto
para toda nacionalidad, antes que cualquier
otro criterio. Todo nacionalismo genuino de-
bía fundarse en la capacidad para forjar un ca-
rácter original, esto es, propio, como opuesto
a “colonial” o “imitativo”. Y la nación no po-
día ser objeto de proyecto sino, siguiendo las
ideas de Tarde y Wundt, como también de su
traducción filosófica en el espiritualismo, esa
originalidad era un producto espontáneo, una
realidad con qué contar y no una realidad qué
hacer, como González Prada, siguiendo a Re-
nán, había propuesto. Y Riva-Agüero veía esa
originalidad en las Tradiciones Peruanas mis-
mas, que no sólo eran un libro representativo
del Perú, y no sólo trataban de su realidad y su
pasado, sino que constituía un producto his-
tórico espiritual único en el mundo literario
hispanoamericano (Rivera, 2017, cap. I-II).
Como un proyecto de mayor alcance, Ri-va-
Agüero amplió este panorama de las Tra-
diciones insertando una historia que quiso
iniciar de algún a manera con Garcilaso de la
Vega, entonces un autor muy poco apreciado.
Esto explica el temprano estudio sobre Garci-
laso de 1906. Es conveniente afirmar que esto
último es un mérito de Riva-Agüero. A inicios
de 1920 Garcilaso era ya merecedor de una re-
edición erudita de sus Comentarios Reales con
observaciones del hoy tan injustamente olvi-
dado historiador Horacio Urteaga, un exper-to
en el Imperio de los Incas al que consagró
diversos estudios no faltos de nostalgia por las
glorias de la ancestral monarquía. Riva-Agüe-ro,
por paradójico que parezca, reintrodujo en
medio del mundo liberal y positivista al indio, al
que la cultura universitaria del 900 y la obra de
Prado trataban de “raza inferior”; hizo del indio
y de lo andino un estrato indis-pensable en la
esencia de la nacionalidad, que él consideraba
criolla, pero también mestiza. A Riva-Agüero le
debe el Perú que Garcilaso, príncipe inca,
capitán imperial español y al fin sacerdote
mestizo, haya merecido alguna vez un
monumento en esa Lima mezquina de los
hombres liberales, a la vez ricos, laicos, repu-
blicanos y blancos donde José había nacido.
Las consideraciones sobre Garcilaso den-
tro de un proyecto integral de nacionalidad
afectaron de manera definitiva la conciencia
de la élite universitaria, en la década de 1910
demasiado aristocrática e internacional, casi
francesa; a través de la reivindicación de este
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
personaje, la perspectiva empática con el pa-
sado que Palma había hecho descansar en el
recuerdo social de la monarquía se abrió hacia
los albores del recuerdo, que se internaba así
en un horizonte que se perdía desde Garcila-
so hacia un pasado anterior, donde reposaba
silenciosa una realidad sin escritura. Esto da
un sentido inusual al motivo por el que Ri-va-
Agüero pasara a formar parte de la plana
docente de San Marcos en 1916. Aunque Ca-
rácter de la literatura era un libro polémico
contra Prado, entonces ya rector, es indudable
que Riva-Agüero tenía el prestigio de la uni-
versidad por las consecuencias de sus libros,
cosa que Prado, “el Javier”, no podía ignorar.
En efecto, en ese mismo año de 1916, José
fue invitado por el propio Prado a dar una
conferencia sobre Garcilaso, el Elogio del Inca
Garcilaso, que fue virtualmente su puerta de
acceso al status de docente en la universidad;
esta obra fue impresa primero en la Revista
Universitaria, pero sería reimpresa innume-
rables veces en vida de su autor, como puede
verse parcialmente en la Bio/bibliografía de
Riva-Agüero preparada por la profesora Ella
Dumbar Temple en Documenta, obra que sería
luego continuada con el aporte de otros histo-
riadores y amigos de José (Dumbar-Temple,
1948; Benvenutto-Murrieta, Dunbar-Temple,
Radicati di Primeglio, Tauro, Arbulú-Vargas,
1951); esto dice mucho del aprecio general que
el Elogio despertaba. No era obra polé-mica,
como Carácter de la literatura. El nom-
bramiento como profesor adjunto es especial-
mente llamativo porque Riva-Agüero había
resuelto en 1915 fundar el Partido Nacional
Democrático que, bajo un programa bastan-te
moderno, redactado por escrito de manos del
autor mismo, integraba el programa del Parido
Demócrata y consolidaba en la prácti-ca aquello
de lo que Carácter de la literatura había
querido ser programa (Anónimo, 1915). La
historia, sin embargo, iba a correr rumbo bien
diferente.
José de la Riva-Agüero fue posiblemen-te
el más original, el más sólido y creativo de
los pensadores del 900 y, a no dudarlo, tanto
el mismo como el mundo social al que perte-
neció tuvieron conciencia de ello, insertándo-
se de este modo a mismo y ante su entorno
como gestor de la idea de nación peruana.
El intelectual de la calle de Lártiga partici-pó
de la Universidad Mayor de San Marcos en un
periodo de extraordinaria vitalidad institu-
cional. Una imagen detenida y feliz de la vida
universitaria que conoció este sabio peruano
puede ser leída en las Memorias de Víctor An-
drés Belaunde, quien se detiene con cierto de-
talle en la vida de la Universidad que acogió a
Riva-Agüero para referirse a su propia trayec-
toria desde su llegada de Arequipa, a inicios del
900. También da una imagen generosa y
colorida el famoso folleto de Ventura García
Calderón Nosotros, publicado originalmente en
1936 y que fue reescrito luego de la muerte de
Riva-Agüero; incluye un paréntesis largo y triste
lleno de quejas contra el amigo a quien había
admirado profundamente (García-Cal-derón,
1946, pp. 53-55).
Tanto Belaunde como García Calderón
estuvieron entre sus más íntimos y cercanos
amigos en la existencia peruana y limeña de
nuestro personaje. Ambos contemporáneos
suyos, compartieron el derrotero y buena parte
del destino de Riva-Agüero, al memos si no
toda la vida (lo cual sería una mentira
ciertamente inútil, como todas esas mentiras
sociales que son del gusto de los hagiógrafos),
en cambio alrededor de 1912, que es la
fecha del viaje. Amistades intensas estas,
habrían de enfriarse para siempre en la
Primera Guerra Mundial. Se deja al lector
sutil inferir solo las causas de esto.
Mientras redactaba sus libros se quejaba
con evidente fastidio en un artículo de perió-
dico sobre los defectos que encontraba en la
universidad. Se exigía una memoria excesiva,
los profesores eran eternos en sus cátedras. En
realidad es difícil explicarse por qué el
hombre quizá más sabio y brillante que haya
tenido San Marcos en su vida republicana no
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tuviera la posibilidad de prolongar el resto
de su vida la tarea de 1902; la de 1905; la
de 1910; la de 1916.
Riva-Agüero, como todo ser humano, no se
halla exento de errores. Quizá el más la-mentable
de todos haya sido su resistencia a colocar sus
libros en las vitrinas de las libre-rías. De
Carácter de la literatura y sus tesis ju-rídico-
filosóficas imprimió apenas unos pocos
ejemplares, buena parte de los cuales viajaron al
extranjero, y ninguno fue puesto a la venta, a
pesar de que nunca le faltaron ofertas al res-
pecto. Ni siquiera en Lima hubo de exhibirse este
libro en público, el más decisivo para los agentes
sociales que José representaba. Carác-ter de la
literatura, el libro de la Generación del 900, su
obra directriz, su inspiración y su ideal, fue muy
pronto, gracias a la generosidad mal entendida de
su autor, que por regalar en lugar de vender, no
hacía de acceso al público una obra que sus
enemigos, aliados impasibles de su orgullo de
aristócrata, sepultarían pron-to en la distorsión y,
lo que es más triste, en el olvido. Es probable
que Carácter de la lite-ratura haya tenido mayor
difusión en su pro-pio tiempo a través de la
Revista Universitaria, órgano de difusión de la
universidad lo que, al menos, que como libro,
razón por la cual el texto se hizo conocido entre
la élite y dio lugar a extensos debates que se
prolongarían un par de décadas. En el largo
plazo, como ya todos sabemos, todo el honor de
la Revista Univer-sitaria fue aplastada por la
triste suerte que suelen correr las publicaciones
periódicas: un buen día, más temprano que tarde,
se sobre-pujan en los tachos de lo inútil, con sus
iletra-dos y malolientes compañeros de ruta.
Como ya hemos anotado, José, de manera
sistemática, se negó a vender sus obras, es de-
cir, a ponerlas al alcance del público, incluso y a
pesar de haber recibido ofertas tanto de ven-ta
como de reimpresión por casas editoriales
importantes en España y la Argentina. Como
todo en la vida, en esto hubo ocasionales ex-
cepciones, no llevadas por otro interés que el de
las circunstancias. Una vez permitió que la
Editorial Fratelli Treves de Milán imprimie-se
su folleto Lope de Vega, en 1937, en lo que
aparentemente fue un canje de intereses para
publicar una colección de ensayos favorables
al régimen de Benito Mussolini escritos por el
entonces joven periodista Carlos Miró Que-
sada Laos (Miró-Quesada, 1937). Miró-Que-
sada requir de Don José para imprimir en
Italia; Italia de Don José para sacar a la venta
un libro comercial de este intelectual peruano
de quien tanto se hablaba, aunque nadie podía
tener una obra suya en la mano (Rivera,
2015); en la década de 1940 Don José
también permi-tió la reproducción en calidad
de prólogo un texto de comentario a la
Segunda Parte de los Comentarios Reales; se
trataba de unas escasas páginas de su libro de
1910. En estas aventuras editoriales masivas y
escasas eran contribucio-nes por las que,
como siempre, no osó cobrar dinero.
Fuera de su vida sanmarquina no realizó
ninguna obra de la trascendencia social e in-
telectual de la magnitud y el perfil de lo que aquí
se ha expuesto. Y después de muerto vie-ron la
luz sus Paisajes Peruanos, notas de viaje de
estilo modernista que redactó a partir de las
notas tomadas durante el regreso del via-je a los
Andes de 1912 y que, luego de mucho corregir,
diera apenas por fragmentos en el Mercurio
Peruano, revista fundada por Víctor Andrés
Belaunde; el primero de esos fragmen-tos vio la
luz en 1918, como apurada ayuda para la salida
del primer número en el que, a no dudarlo, no
tenía otra cosa más qué man-dar (De la Riva-
Agüero, 1918). Sin saberlo, los recuerdos de
viaje que nunca quiso publicar, y que él mismo
no consideraba dignos de mayor futuro, son
ahora la obra de Riva-Agüero por antonomasia,
la única que seria y verdadera-mente se ha
salvado del olvido social.
Vistas desde el vagón del tren de la histo-ria
social peruana, atrás quedan en la marcha del
olvido Carácter de la literatura, el Examen de la
Primera Parte de los Comentarios Reales, las
tesis de filosofía jurídica de 1911 y 1912, incluso
La Historia en el Perú, texto que aún
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1912: cuando un marqués aTravesó Los andes José de La riva-agüero
recuerdan midamente los historiadores con-
servadores, quitándole antes todo lo que pue-
da eventualmente llegar a oler a interesante y
riesgoso en esa butaca chiquita y apretada que
el tren liberal les permite aún ocupar y donde
pueden viajar sin ser molestados. Las obras
de José hacia 1912 ingresan ahora en calidad
de un exceso de maleta respecto de unos
apuntes estrictamente literarios, inofensivos,
estéticos, impresos como libro por Porras
cuando el au-tor estaba ya bien sepultado por
la lápida pri-mera, para ser pronto arrasado
por la gusanera del olvido social.
Don José, sea como fuere, con sus 26 años,
llega de regreso a la Estación de Desampara-
dos. Queda fresco recuerdo de los inmensos
ficus ornados de una gigantesca araucaria que
a lo lejos veía tras la ventana al ingresar a la
ciudad, en la florida campiña que rodeaba al
cementerio Presbítero Maestro. Está allí, en el
vagón, con Canaval, con Morales y los otros
amigos; como si no fuera para menos, tam-
bién estaba allí su sirviente, asegurando en las
inolvidables maletas. Lo saludan ahora las
marquesas, espléndidamente enguantadas y
ensombreradas; es fácil imaginar allí a los
ami-gos de la universidad, a los de la familia;
de co-lados y simpáticos, a los criados y los
curiosos. Sus acompañantes deberán comentar
a sus pa-res, nomás bajando del vagón, la
emocionante circunstancia de ser de los pocos
criollos de Lima que conocen ahora aquella
tierra áspera y ancestral donde habita, triste y
desconocido, del otro lado de esta francesa
república liberal, el indio.
El viaje termina. La travesía del intelectual
que se une a los Andes en la experiencia vivi-da
no solo era una estancia de vacacionar; era
también un mensaje político y social para los
adversarios de la nacionalidad integral perua-na;
estos adversarios, los liberales, que a veces
escribían estentóreos en defensa del “indio”,
como se decía entonces de los cholos, esos
exóticos serranos que vivían pastoreando lla-
mas y rezando a la Virgen María entre las mul-
tiformes ruinas de sus antiguas monarquías;
nunca solían haber visto estos adversarios de
la nacionalidad integral, liberales y progresis-
tas, las caras de estos simpáticos y anónimos
serranos, cuyo rostro se conocía en las mone-
das de libra peruana de oro del bolsillo, como
era el caso de Manuel González Prada.
Algo más ajustado por el peso que el resto,
apagado en su humildad por las esplendorosas
bienvenidas de las marquesas; el sirviente va
descargando las maletas. Y en alguna parte, en
medio del equipaje, dentro de alguna paseada
maleta, esperan ignorantes de su destino unas
notas de viaje, tomadas al regreso desde el Co-
legio de los Padres Salesianos del Cuzco. Esas
notas serían alguna vez el recuerdo más queri-do
del futuro, a la vez que el más falso.
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