71Cátedra Villarreal | Lima, perú | V. 10 | N. 1 |enero - junio| 2022 | e- issn 2311-2212
Introducción
Desde un contexto histórico, la Terapia de Aceptación
y Compromiso (ACT, por sus siglas en inglés, hace
referencia a actuar) forma parte de la “tercera ola” de las
terapias cognitivo-conductuales, esto de acuerdo con
la propuesta de Hayes (2004). A manera de síntesis, el
campo de las terapias cognoscitivas y comportamentales
han tenido tres fases. La primera tuvo como protagonista
a: la Terapia de Conducta (Mowrer, 1953; Wolpe, 1968;
1972) y el Análisis Aplicado del Comportamiento (Cooper
et al., 1987). La segunda ola surgió de la necesidad
de incorporar procedimientos psicoterapéuticos
donde presuntamente la Primera Ola no hizo hincapié
(Cautela, 1967). En los años setenta, emerge la terapia
racional de Ellis (1957) y la terapia cognitiva para la
necesidad, buscando combinar los procesos y técnicas
estrategias y principios propios del condicionamiento
salidos de la psicología experimental. Entonces, ¿qué es
lo que diferencia a las terapias conocidas como tercera
generación o de la “Tercera Ola” de las dos anteriores? Una
de sus diferencias más resaltantes es que, estas terapias
no se centran en la eliminación, cambio o alteración
de los denominados “eventos privados” (entendidos
desde el ámbito clínico como cognición, pensamiento,
ideas irracionales, distorsiones cognitivas, etc.); es
relaciones funcionales establecidas entre el organismo
función psicológica del evento a través de aceptación de
sus contextos socio-verbales, en los cuales los “eventos
privados” resultan problemáticos (Wilson y Luciano,
2002; Zettle, 2005).
La ACT tiene características en común con otras
de las relaciones de dependencia o contingenciales entre
la actividad del organismo y su ambiente para lograr el
es cambiar las creencias disfuncionales (e.g. “no puedo
(e.g. “Puedo hacer bien algunas cosas”), como sucede al
aplicar el procedimiento de reestructuración cognitiva
2010). En cambio, la ACT se centra en las circunstancias
de vida de la persona y, al igual que las propuestas
comportamentales clásicas, promueve el contacto
del consultante con fuentes de posibles reforzadores
búsqueda de valores personales.
conducta” a menores de edad; aunque los problemas de
ser los más comunes. En este sentido se ha tratado
de explicar por qué los niños, incluso adolescentes,
muestran conductas catalogadas como agresivas,
recurriendo a una aproximación como la teoría del
cual se sostiene que la presencia de modelos agresivos
en la sociedad y fuentes directas de imitación tienen
puede deberse a otros factores, entre ellos: la relación
parental, estilos de crianza, inadecuada comunicación,
contingencias familiares negligentes, etc.
Espinoza (1996) realizó una investigación que
consistió en un estudio de tipo correlacional, entre
la conducta agresiva y ambiente familiar, en niños
de 7 a 13 años, de ambos sexos, de Chorrillos. Utilizó
los siguientes instrumentos: la Lista de Chequeo
Incidentes del comportamiento Forma A de Goldstein
Los resultados que se hallaron fueron: en forma general
los niños presentaron agresividad elevada; los varones
mostraron niveles más elevados en comparación con las
alto de agresividad; y, respecto al ambiente familiar, se
reglas.
De acuerdo con la investigación de Coyne y Wilson
(2004), de caso único (un niño de seis años), un programa
de intervención logró una disminución en los niveles de
agresividad y oposicionismo. Dicho estudio combinó un
programa ACT con la Terapia basada en las interacciones
de tres meses. Los componentes de ACT se usaron para
incorporados de manera combinada con las estrategias
de extinción de los comportamientos disruptivos del
niño (Mandil, 2016). Cabe indicar que al año (fase de
seguimiento) la madre reportó que los cambios se